Aprender a estar atento

miércoles, 13 de octubre de 2010

Hospital


Me despierto pensando que ya es la hora, que el ruido de la calle que entra por la ventana abierta a estas horas ha empezado a funcionar en mi cabeza como un despertador. El oleaje suave de los coches y autobuses, y el sonido de algunos pasos que aún no acierto a saber si suben o bajan la calle. Pero al cabo de unos segundos, al mirar el despertador que tengo en la mesilla de noche, me doy cuenta de que aún queda más de una hora para que sean las 7 y de que no me ha sacado del sueño la adquisición de los cotidiano sino un indeterminado malestar en el vientre. Me levanto sigiloso para no molestar y me dirijo al baño. De camino, descubro que tengo el vientre hinchado y que la presencia de las punzadas son más intensas cuando estoy incorporado y cuando camino. Entro en la ducha con la voluntad de imprimirle normalidad a lo que me está pasando. La mejor solución contra lo anómalo y amenazante es ignorar su presencia, conferirle una existencia fantasmagórica.  Durante el tiempo que estoy bajo el agua, sumergido en la costumbre placentera de cada mañana con el trasfondo de la radio, parece que experimento una mejoría. Continúo con toda la normalidad que soy capaz de mantener preparando el café, pero estoy más embotado y no realizo las tareas con la desenvoltura habitual. Preparo las tazas y las tostadas entre alguna queja de dolor y de rabia por el dolor que ya no se parece al malestar que me había desvelado antes de hora. Es casi hora de llamar a Alicia y me dirijo a arriba. Aunque quería despertarla con el cariño y la delicadeza de cada mañana me he dado cuenta al acercarme a oscuras de que me estaba esperando porque ya había escuchado alguna queja y porque dudo de mi propia sugestión. Le quito importancia porque no quiero que estas sensaciones confusas vayan ganando cuotas de realidad. Al cabo de unos minutos y aprovechando que Alicia está en la ducha voy a sentarme al sofá para buscar algo de alivio. Con cierta lucidez voy tomando conciencia de que el dolor me está provocando gemidos de dolor y me está obligando a doblarme sobre mí mismo, de que redobla mi impotencia y mi rabia. Harta de mi contumacia, Alicia decide que nos tenemos que ir al médico. Me convence con una razón sólida: No puedo dar clase de esta manera, ya casi no me puedo incorporar. Aun a pesar de este argumento incontrovertible, pienso que quizá estoy exagerando, que quizá no es para tanto, que mi dolencia no es apropiada para una visita a urgencias. Al final, confuso, me dejo llevar por lo que considero más práctico: si no puedo ir a trabajar, para estar mejor, debo ir a que me digan qué me pasa y a que me quiten el dolor. Una vez en el hospital tenemos la suerte de que nos atienden rápido. Nunca había sido paciente del General y en un primer momento, por las buenas noticias, los cuidados dulces de Alicia, por la amabilidad de las enfermeras y la diligencia de la médica me siento más tranquilo. Mientras los analgésicos comienzan a fluir por mi cuerpo me trasladan a una sala de espera alrededor de un mostrador azul oscuro con unos sillones bastante cómodos. La perspectiva me resulta familiar y comienzo a sentir que ese hospital empieza a despertarme recuerdos que había arrinconado en la memoria, reflexiones que he hecho a veces sobre el dolor físico, conversaciones e imágenes de mi padre. Y observo que en realidad, se parece bastante al hospital que tanto detesto y que en esta clara mañana de octubre yo podría estar en otro sitio que no fuera retorciéndome de dolor en un sillón. Nuestra felicidad pende de un hilo tan sutil que asusta imaginar cómo te puede cambiar la vida en una preciosa mañana de otoño, en un abrir y cerrar de ojos. Pienso en mi padre, en cómo pudo asumir con ese silencio estoico y elegante, a veces incluso vitalista, toda la incertidumbre y la angustia, y la desesperación por el dolor y la mutilación a lo largo de casi dos años. Pienso en cómo fue construyendo con pánico, generosidad, el esfuerzo, la desesperanza, humor auténtico y un profundo amor a la vida el mejor retrato de sí mismo. Parece extraño y encoge el ánimo pensar que se habite la verdad cuando uno se encuentra en situaciones difíciles.
Tras un par de horas de dolor intenso, los analgésicos actúan y me encuentro bastante mejor. Parece que he pasado un cólico nefrítico. Vuelvo a casa hambriento y con la vista envuelta en una nebulosa de somníferos. Por fin parece que vuelve la tranquilidad al llegar a casa y ver que todo y yo estamos en nuestro sitio. GRACIAS POR CUIDARME TAN BIEN.

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