Aprender a estar atento

miércoles, 6 de octubre de 2010

Aprendiendo a estar atento

A quienes convivimos con muchas personas en un espacio pequeño, más aún si esas personas son adolescentes o jóvenes recién llegados, nos ocurren a lo largo de cada día numerosos episodios confusos e inquietantes, las más de las veces por abigarrados e incompletos, oímos palabras fuera de contexto que parecen desafíos, manifestaciones de amor que parecen evidentes y que uno se reprocha no haber percibido con anterioridad, gritos o rumores solapados sobre otros gritos y rumores de cuyo resultado podemos inferir poca información precisa. Todas esas anécdotas suelen ser arrinconadas en la conciencia para estar alerta ante las que se avecinan y para poder disfrutar, ya lejos, con silencio y lentitud de la propia vida que uno crea al margen de ese vértigo que parece que ha contemplado. Y ahora me acuerdo del pobre Funes el memorioso. Con el paso de los días, la mayor parte acabarán por ser desvanecidas por la indiferencia. Pero hay algunas que se resisten y que vuelven e incluso que nos sobresaltan, no sabe uno si porque se repiten más de lo se nos hace consciente o porque nos dejaron una impresión mucho más honda o porque algo que se nos escapa desencadena su presencia tan vívida. Descubrimos con asombro nuestro descuido e inadvertencia ante lo cotidiano. Hace unos días me di cuenta al entrar en la biblioteca, de que nosotros, los que nos dedicamos a la enseñanza, tenemos una inclinación natural a la pedantería y a la vanidad, a la exhibición poco honrada de nuestros pobres conocimientos.  Quizá es una estrategia para compensar la frustración que sentimos cada día, pero también una ventajista e injusta determinación de un patetismo casi infantil: el conocimiento como vehículo del reproche y la presunción. No hago más que acordarme de una reflexión del Juan de Mairena “Que nadie entre en nuestra escuela que no se atreva a despreciar en sí mismo tantas cosas cuantas desprecia en su vecino”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario