Aprender a estar atento

martes, 16 de noviembre de 2010

Lectura

Mantengo una amistosa discusión en la sala de profesores con un querido compañero y con una aún más querida compañera, sobre las maneras de leer. Para mí solo existe una posible. Si continúo con la lectura de un libro, continúo con todas las consecuencias. Acepto lo que el autor me propone sin más, intento siempre recibir, como decía C.S. Lewis, lo que el libro es en su totalidad o, bien, lo abandono definitivamente. No selecciono una parte sin leerla. Uno puede decir si algo merece la pena o no si lo ha leído, no puede descartarlo, no puede evaluarlo, sin  conocerlo. Mi compañero me asegura que a él, cuando un pasaje le aburre, no tiene escrúpulos en saltárselo. Intento hacerle entender que si no lo lee en su totalidad no puede discernir si eso, que en principio le aburre, recobrará un sentido más adelante que ni él sospecha; quizá, le digo, le reconfortará descubrir en las páginas sucesivas que ese esfuerzo esconde una satisfacción mucho mayor que ignorarlas. Pienso en la falta de paciencia, en esa selección y opinión apresurada que tenemos del mundo... y también de las lecturas...
Leo, justo hoy, en una novela que acabo de retomar (...) la literatura, el oficio, el gusto de leerla, también es, en el fondo, una cosa algo rancia y bastante artesanal, un trabajo lento y solitario que no interesa a demasiadas personas y en el que siempre tiene que haber un punto de entrega gratuita y azarosa, de devoción íntima.
No sé... no me gustaría llegar a conclusiones tan lastimosas...
De lo que sí estoy convencido es de que la lectura se parece mucho a una contemplación callada del mundo y de que ayuda a acercarse a este con una actitud más desprendida y noble.

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